—¿Se puede saber qué ha pasado aquí? ¿Es que no puedo llegar tarde ni un día? —todavía no estaba sentada frente a ella y ya me estaba interrogando.
—¿Qué estás diciendo, Bárbara? —esta mujer consigue desconcertarme.
Ella se levantó, caminó en círculos, cerró la puerta de su despacho y volvió a la silla para buscar algo en su bolso. Sacó una caja de lo que parecía paracetamol y se dejó la cremallera abierta. Un brillo proveniente del interior del bolso atrajo mi atención, hubiera jurado ver mi reloj de pulsera allí dentro.
Quise desviar su atención y le pregunté directamente:
—¿Te encuentras bien? ¿Qué es lo que pasa?
Pareció sorprendida por mi interés y se sentó en una de las sillas de su despacho, frente a mí. Me miró fijamente y comprobó con un gesto que la puerta estaba cerrada.
—No levantes la voz —me dijo en un susurro. Cambió completamente su discurso y me sorprendió lo que dijo a continuación—, creo que me están siguiendo. No puedo fiarme de nadie y no quiero implicar a los trabajadores. Tú acabas de llegar, creo que eres la persona más imparcial ahora mismo.
Estaba asustada y su miedo me pareció sincero, aunque me pilló desprevenida. Tuve dudas acerca de cómo comportarme al respecto. Seguía sin poder confiar en ella, y el hecho de no haber podido contactar con Germán no me ayudaba lo más mínimo. Si al menos funcionara internet.
—¿Qué ha pasado? Puedes contármelo, Bárbara.
Respiró hondo, como si se fuera a lanzar a la piscina el primer día de verano, como cuando sabes que el agua está helada y puede cortarte hasta el latido. Después cerró los ojos durante un par de segundos y habló:
—Está bien, no puedo ocultártelo más tiempo. Lo he intentado, pero creo que tengo que compartirlo contigo, es lo justo.
Su discurso seguía desconcertándome, pero confié en que pronto iba a entender muchas cosas.
—Cuando la otra noche recibiste la amenaza en tu casa lo vi claramente. Yo estoy recibiendo amenazas similares desde hace un par de meses. Creo que alguien no quiere que escarbemos aquí y yo ya no sé si vale la pena hacerlo, Susana. La policía no hace nada, prácticamente se ríen cuando les cuento lo de las amenazadas, me tratan como a una loca.
—Pero, Bárbara, claro que tenemos que seguir investigando. Es nuestro trabajo, somos periodistas, no lo olvides.
—Créeme, eso es en lo que pienso cada día nada más despertarme, pero me resulta muy difícil seguir. Te has dado cuenta de que no hay señal de internet, ¿verdad? ¿Has intentado utilizar el teléfono hoy? Pues no lo intentes, tampoco funcionará. Alguien está tomándose muchas molestias por aislarnos. Casi cada día nos quedamos sin red y sin cobertura, es imposible trabajar así.
No sabía si abrazarla, consolarla o besarla. Un sentimiento de ternura y complicidad empezó a crecer en mí en ese instante. No lo voy a negar, una punzada de miedo apareció al mismo tiempo: sus ojos se estaban empezando a fundir en mi retina, un hilo invisible comenzó a tejerse entre las dos. Un nexo involuntario, como una tela de araña, pareció nacer entre ambas.
—Salgamos de aquí, creo que hoy toca trabajo de calle.
Si no se hubiera levantado, si no me hubiera seguido, quizá todo lo que vino después no habría pasado. Puede que fuera el destino, o las ganas de entender lo que sucedía en este pueblo, o quizá esa unión que se estaba gestando entre nosotras, quién sabe. El caso es que salimos de la emisora dispuestas a desentrañar aquel misterio. No debí alentarla a acompañarme, la expuse a un peligro innecesario, pero como he dicho, la conexión que empezábamos a tener era evidente y algo más fuerte que el miedo, que nuestras diferencias y nuestras sospechas había brotado. No quise pensarlo demasiado, pero cuando salí por la puerta de la emisora detrás de Bárbara y el perfume a jazmín en la calle golpeó mis fosas nasales lo vi claro: no había marcha atrás, ya me había enamorado.
Eley Grey
Foto de portada: Luzilux
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