Crónica de un lesbiandrama: La que da miedo soy yo

No tengo claro el momento exacto en el que sucedió. No sé si fue resultado de un intenso y autoinfligido lavado de cerebro o de haber gozado de compañía femenina diversa; de esa que no marca ni un antes ni un después en el historial del corazón, pero que sirve para echar unas risas, para descubrirle otros contornos y texturas al placer y, por supuesto, para ir saldando poco a poco la extensa deuda que deja en la autoestima un amor no correspondido.

Me parece que sucedió una mañana, pero no fue hasta casi la noche que tomé conciencia de que, por primera vez, no me había despertado (ni a lo largo del día me había torturado) ningún sentimiento de rabia, deseo, angustia, el estúpido amor otra vez, los instintos asesinos… causados por la receptora de mis más contradictorios deseos y sentimientos.

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“Ya está”, me dije sabiamente a mí misma. “Muy bien, la has superado. Ya está”. Pero así como muchos animales tienen la capacidad de oler a una considerable distancia las feromonas que sueltan las hembras en celo, las mujeres como Ana tienen el olfato 2.0 absolutamente desarrollado para detectar la pérdida de influencia entre quienes suscribimos la lista de espera para entrar en su vida y convertirnos en un indispensable objeto de deseo. Y de estúpido amor, por supuesto.

Ese “ya está” que tan confiada y tranquila me dije antes de dormir, imagino que seguramente Ana lo sintió muy agrio en sus papilas gustativas y lo vomitó en forma de sonrisa maliciosa. “¿Que ya está? No tienes ni idea”. Cuando me desperté, mi móvil parecía ansioso por mostrarme la señal de vida que habíamos esperado en vano tantas semanas: “Demasiado tiempo sin saber de ti. ¿Nos tomamos algo?”. La odié. La sacudí imaginariamente. “¿Demasiado tiempo sin saber de mí? Pues haberme llamado, petarda”. Y me odié por no poder contener los latidos ansiosos de mi estúpido músculo cardiaco, me odié por la ligera sensación de felicidad que me invadía y porque mi estúpido móvil respondió en contra de mi voluntad que esa tarde estaba libre. Armada hasta los dientes, llegué a propósito diez minutos tarde. Ella estaba fumando en una terraza, absorta en la lectura de un periódico. Levantó la vista y me sonrió con fuego. La armadura comenzó a quemarme, a fundirse. Avanzando torpemente entre las mesas y sillas me di cuenta de que estaba perdida. Que ni siquiera habíamos empezado una nueva partida y yo no tenía ninguna posibilidad de ganarla. Me faltaban fichas. Me faltaba fuerza. Y lo peor, me faltaba ella.

Me senté con la mejor sonrisa de autosuficiencia que pude encontrar en mi repertorio de sonrisas falsas para situaciones incómodas, y traté de no mantenerle la mirada para no mostrar así tan pronto mi vulnerabilidad. Cuando me invitó a seguir tomando algo en su casa le dije que no. Pero mis piernas, deseosas de entrelazarse con las suyas, se independizaron de mi cerebro y caminaron junto a ella. Piernas listas, tuvieron su recompensa. Inagotables caricias en dedos, en labios y en lengua. Me desperté, por tercera vez en mi vida a su lado. Como si fuera mía y yo fuera de ella, estábamos abrazadas. Tan guapa y tan inofensiva, me di cuenta de que en realidad no tenía miedo de ella. Ana no podía hacerme nada. Que mis reproches eran una proyección. Se me contrajo el músculo cardíaco, porque en realidad el pavor y el horror los sentía por mí. Por todo lo que yo era capaz de desvariar, de hacer y no hacer sólo por ese momento. Sólo por hacer como si ella fuera mía y yo fuera de ella.

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6 comentarios en “Crónica de un lesbiandrama: La que da miedo soy yo”

  1. Siempre es igual, nos mentimos a nosotras mismas diciendo que ya la superamos pero al menor indicio de ella salimos corriendo a buscarla… Imposible resistirse a la mujer que es parte fundamental de nuestra historia…

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