Estamos de nuevo en el pueblo y, aunque sigo perdida en mis divagaciones, tengo claro el siguiente paso. Abro disimuladamente el bolso y compruebo que el arma permanece aquí. Aprovecho para sacar el móvil, si Germán sigue sin poder contactar conmigo va a ponerse muy nervioso. Por desgracia, el aparato continúa sin cobertura ni señal 3G.
Bárbara sigue conduciendo mientras le indico el camino a seguir. Al final de la avenida de Beiramar llegamos al faro. Bajamos del coche y ella me dirige una mirada interrogante, aunque no habla. Estoy segura de que quiere preguntar muchas cosas, pero se calla.
Cuando ya estamos frente a la puerta, tocamos con el picaporte esperando que alguien nos abra. Pronto nos damos cuenta de que está abierta y entramos sin esperar a que nos inviten.
—¿Ahora, qué? —me pregunta ella.
Yo no contesto enseguida.
—Sólo sé que aquí pasó algo que no consigo recordar. Tenemos que averiguarlo.
Empezamos a caminar por el interior. Aunque parece más grande ahora, no encuentro ningún túnel que comunique con la bodega.
—¿No se supone que aquí vive un farero? Eso es lo que me dijiste el día que vine por primera vez.
—Así es. Esa es la información que yo tengo.
—¿Y quién te consigue la información, Bárbara? Tu fuente aseguró que estaban utilizando el faro para intercambio de mercancías, pero esto está desierto —no sé por qué me sigo fiando de ella. O es la persona más inocente del mundo, o sabe mentir muy bien.
Entre los pocos utensilios que hay en el interior del espacio veo un viejo escritorio de madera ennegrecida por la humedad, un par de sillas y el principio de una escalera, seguramente sube a la parte de la luz. Imposible que aquí viva alguien.
Intento abrir uno de los cajones del maltrecho pupitre pero está encajado, lo que me impulsa a seguir intentándolo. Cuando consigo abrirlo no hay nada en el interior, pero la voz de Bárbara tiembla detrás de mí.
—Susana, gírate despacio. Creo que es el túnel…
Compruebo los muros abiertos, he debido activarlo algún sistema al abrir el cajón. No hay luz al otro lado, por fortuna llevo el kit de bolso y la pequeña linterna me viene de maravilla.
Antes de atravesar el vano me sorprendo ante el olor familiar, entre rancio y salado. Sin duda, vamos por buen camino.
—Vamos, sígueme —le digo.
Me da la impresión de que Bárbara está temblando, pero no quiero recordárselo. Así que la animo con mis movimientos seguros a continuar la expedición.
—¿Dónde quieres llegar?
Todavía parece vacilar cuando habla, no sé si por el miedo o por el frío (la temperatura ha empezado a descender de manera drástica). Pero no quiero seguir mintiendo, ya no.
—Quiero llegar hasta el final, Bárbara, hasta el final.
Entonces pienso que quizá Bárbara esté cansada, yo estoy entrenada pero no sé cuál es su aguante. Además, me doy cuenta de que llevo un rato sin escucharla, cómo he podido ser tan negligente. Giro la cabeza imprimiendo un golpe brusco que casi corta el aire y un gélido temblor me recorre el pecho.
Eley Grey
Foto de portada: Luzilux
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