“Ser lesbiana en este pueblo y no morir en el intento” – Capítulo VII

Abrí un ojo y traté de reordenar el aluvión de imágenes y recuerdos: faro, golpe, mareo, camino subterráneo, bodega, Bárbara, hospital… ¡Bárbara!

Me giré sobre mis doloridos brazos y allí estaba ella. No lo había soñado. Habíamos dormido juntas. Me costó algunos segundos recordar lo sucedido la tarde anterior.

Habíamos llegado a casa en su coche, el mío seguía aparcado frente a la puerta desde el día que llegué. Todavía me costaba caminar, pero pensé que se debía más a los moretones que al cansancio. Necesité su ayuda para abrir, mi muñeca derecha estaba un poco hinchada y no hacía caso a las indicaciones de mis neuronas. Cuando entramos le ofrecí algo de comer (todavía tenía la nevera y los armarios repletos de la comida de mi madre —¡cuánto lo agradecí, estaba hambrienta!—).
Al apreciar mi escasez de fuerzas y reflejos Bárbara se empeñó en que me acostara un rato.

—No te preocupes por nada, te cocinaré algo para cenar. Seguro que no has comido nada desde el desayuno, ¿me equivoco?

Como respuesta le ofrecí un ligero movimiento de hombros a modo de afirmación, la cabeza me estaba empezando a dar vueltas.

Me acompañó al sofá y me acomodó sobre unos cojines que se había dedicado a preparar mientras yo me había ido al baño a lavarme y a ponerme algo más cómodo. Una vez tumbada, necesité depositar toda mi confianza en Bárbara. No podía llamar a Germán con ella en casa y me encontraba demasiado débil como para quedarme sola. Las sensaciones que atravesaban mi cuerpo eran nuevas para mí, sólo comparables a una fuerte resaca, de las que todavía amagan los últimos latigazos de la embriaguez etílica.

Susana Salvatierra

No pude dormir, el sofá se clavaba en cada músculo y me dolía. Traté de dejarme acunar por el cántico de las sartenes y los platos que venían desde la cocina-office de la vivienda. El delicioso olor de la comida creó una falsa sensación de recuperación, traté de levantarme, pero tuve que volver al sofá.

—¿Adónde te crees que vas? —inquirió Bárbara.

—Quería… —no sabía muy bien qué contestar, así que me callé y volví a acostarme.

Preparó todo lo necesario en la pequeña mesa que tengo delante del sofá y acercó un cojín para sentarse en el suelo frente a mí. Hacía tiempo que no comía algo tan delicioso y abundante. Me explicó que era un plato típico de la región y que había sido una suerte tener todos los ingredientes a mano.

Tras la copiosa cena, y casi como un milagro, comencé a recuperar mi agilidad natural y volví a ser dueña de mis movimientos. Pude levantarme para recoger la mesa y hasta preparé la cafetera. Mientras el café se decidía a asomarse al exterior, le lancé una de las preguntas que no había dejado de rondar por mi cabeza:

—¿Es posible que haya un túnel desde el faro hasta la bodega de…?

—¿Don Arturo? No, no lo creo… ¿por qué piensas eso?

Empezaba a ser yo misma, necesitaba verbalizar lo sucedido. Es una estrategia que normalmente me ayuda a estructurar mis pensamientos.

—Es extraño —seguí—, porque mi último recuerdo al aire libre es en el faro, luego conseguí entrar…

—¿Quién te abrió?

—Em… bueno, la verdad es que nadie.

—Dime que no forzaste la cerradura, Susana, por favor —parecía tensa y yo necesitaba buscar una excusa para justificarme.

—Insististe tanto en encontrar pistas que pensé que podía ser buena idea…

—Pero ¿no te das cuenta? Si nos encontramos ante un caso serio de tráfico de drogas te has podido exponer a un peligro innecesario… ¿En qué estabas pensando?

Me vi obligada a contarle la verdad:

—Lo cierto es que escuché algo a través de la puerta que me obligó a entrar.

—¿El qué?

—Un llanto de bebé…

—¿Cómo? —se levantó y comenzó a dar pasos formando círculos frente a mí— ¿Qué quiere decir todo esto?

Parecía muy preocupada. Volvió a sentarse sobre el cojín. Hubiera jurado que un temblor empezaba a brillar en sus pupilas.

—Lo resolveremos, tranquila —posé mi mano sobre la suya en un movimiento casi involuntario.

—¿Resolverlo? Sólo somos periodistas, Susana —no apartó su mano—. Esto es más grave de lo que pensaba. Además, la policía no se puede enterar. No me fío de ellos, no en este pueblo –esta vez fue ella la que apretó mi mano en lo que parecía también un gesto inconsciente.

En aquello tenía que darle la razón, tampoco me fiaba de la policía. Sin embargo, yo sí estaba ante un caso que tenía que resolver, y a partir de aquel momento iba a tener que lidiar no sólo con el entramado ilegal, sino también con mi jefa. Tan ensimismada estaba tratando de perfilar la estrategia a seguir que no escuché el crujido.

—¿Qué es eso? —Bárbara giró su cabeza hacia la puerta de la calle, justo frente a nosotras. Un trozo de papel parecía ir asomándose poco a poco por el estrecho espacio que hay entre la madera y el suelo. Quise levantarme más rápido de lo que mis castigadas piernas me permitieron para poder alcanzar al intruso. Me incorporé y de forma instintiva busqué inútilmente mi arma, en tres zancadas alcancé el pomo de la puerta y la abrí. Un fresco perfume a jazmín inundó mis fosas nasales, fue lo único que permanecía frente a la entrada. Esperé unos segundos y cerré la puerta. Bárbara parecía haber dejado de respirar. Me agaché a coger el sobre del suelo con mucho cuidado, pensando en el posible análisis que harían en la agencia cuando consiguiera enviárselo a Germán. Leí en voz alta el breve texto mecanografiado.

“No sigas por este camino. Aléjate de aquí o pagarás las consecuencias”.

Eley Grey

Foto de portada: Luzilux

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5 comentarios en ““Ser lesbiana en este pueblo y no morir en el intento” – Capítulo VII”

  1. … es lo que tiene acostarse con las jefas, luego, te hablan de trabajo y tu estás mirando su boca, sus labios… Ay dolorida y todo, el sabor, el olor… y encima cocina bien… señor, señor, por donde quieres hacer ir nuestros pensamientos?. Salud Eley

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