¿Y cuando la muerte se lleva a tu mujer? La historia de amor de Claudia y Kerstin

Sí, nos conocimos gracias a Facebook. Un milagro de amor. Ella fue el amor de mi vida y el hada de los cuentos con que soñé en mi infancia. Su nombre, Kerstin Eivor Marianne.

Amé esos tres nombres que a ella le sonaban algo aparatosos. Y por lo difícil de pronunciar en sueco su primer nombre: Kerstin y por lo duro que sonaba para mí, yo decidí llamarla simplemente Kitty.

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La vi en la pantalla y me enamoré de ese rostro precioso. No podía creerlo, yo venía saliendo de una espantosa relación con un hombre mucho menor que yo, había perdido un bebé y ya no creía en el amor.

Pero Kerstin, mi bella mujer sueca, veinte años mayor que yo, borró de una plumada todo recuerdo de ese mal amor y de todos los hombres que fueron mis parejas antes de ella. Ninguno le llegaba ni siquiera a los talones, ella me amó con un amor inmenso y puro, como nadie jamás me había amado. Ella tenia terror a perderme. Me cuidaba como si yo fuese una niña. Me protegía como una madre. En una palabra, me AMÓ. Y sin jamás pedirme cambiar algún aspecto, ni físico ni de mi manera de ser. Kerstin, o Kitty, me amó como Claudia, la mujer niña, apasionada, loca que la abrazaba y llenaba de besos, mientras ella se sentía algo incómoda por su ser sueco, no acostumbrada a expresar tanto cariño. Yo era su pequeña pecosa, su ángel, como ella me decía.

Me enamoré locamente, perdidamente. Kitty me fascinó. Amé cada partícula de ella, todo lo que era parte de ella, de su cuerpo y su ser. Era 25 centímetros más alta que yo, un metro 74. Eso me gustaba mucho, su altura de modelo de pasarela, su delgadez y elegancia innata, su exquisito olor, su mirada con esos intensos ojos azules en los que me perdía, que en un pestañeo me decían te amo y yo no podía resistirme. Amé su hermoso y fino rostro, su suave cabello rubio, sus eternas y bellas piernas y, por supuesto, su manera de ser: una persona ejemplar, bondadosa y correcta, siempre tratando de dar lo mejor de ella y haciendo el bien a los demás. Envidiaba su enorme inteligencia, su facilidad para los idiomas, y cómo hablaba y escribía me arrojaron a sus pies. Amaba a los perros más que yo. Ese amor nos unió para siempre. Fue un amor maravilloso, a primera vista e intenso, ¡lo mejor de mi vida!

Nunca me había enamorado de una mujer, eso me creaba un conflicto interno por la lamentable homofobia latente y soterrada que aún existe en mi país y en mi familia.

Vivimos una maravillosa historia de amor y amistad. Fueron casi cinco años de relación como pareja. Antes de ello, Kerstin me invitó a pasar unas maravillosas vacaciones con ella acá en el año 2010, durante uno de los más duros inviernos suecos. Estuve un mes acá disfrutando su compañía y amándola, regresé a Chile casualmente tres días antes del terremoto que azotó mi país el 27 de febrero de 2010. Estuve con ella y sus tres preciosas perras, Lucy, Vera e Iris. Fueron las mejores vacaciones de mi vida. Recuerdo que disfrutábamos de interminables caminatas por el maravilloso bosque ubicado en la parte trasera del departamento donde vivimos, y  este bosque era su paraíso. Yo ese invierno supe que era el amor de mi vida. El bosque y la nieve eran parte de su belleza natural y etérea.

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Y desde ese momento nunca más nos separamos y estuvimos siempre cada día en contacto vía teléfono, Skype o Facebook.

Sólo estuvimos separadas por fuerza mayor después de acaecido el terremoto, porque los sistemas de comunicación colapsaron.

Ella me llamó apenas pudo contactar conmigo, casi tres semanas después del terremoto. Sólo escuchar su voz me trajo a la vida nuevamente. Ese terremoto fue una experiencia espantosa, horrible, pero al escucharla, con su calma y su devoción hacia mí, me logré calmar. Sólo ella lograba eso, calmarme siempre, aunque el mundo alrededor se desmoronara, ella era mi cable a tierra. Mi paz, mi ancla para no naufragar en esta vida.

Todo mi amor por ella fue muy intenso, un carnaval de amor.

Amábamos las mismas cosas, nos indignaban las mismas cosas.

Definitivamente, era mi alma gemela. Nos bastaba una mirada para adivinar lo que la otra sentía o quería decir.

Ambas éramos tan intelectuales como poco prácticas. Podíamos estar charlando horas y horas y amábamos dormir nuestras eternas siestas… y reírnos.

Creo ciertamente que uno debe vivir el amor que tiene a su lado con toda la pasión y alegría que se merece, celebrarlo cada día. Nunca discutimos. Ella estaba de cumpleaños el 31 de marzo y yo el 1 de abril, sólo nos separaban veinte años de diferencia que jamás se notaron porque el amor y la pasión los borró totalmente. Kerstin era mi partner, mi todo, mi alter ego. Por  ella todo valía la pena.

El cáncer, maldita enfermedad, truncó nuestros proyectos de vida, pero lo que viví con ella jamás lo viví ni viviré con nadie. Ella fue el amor de mi vida, mi amante, mi mejor amiga, a veces mi madre. Nunca me sentí tan amada, tan deseada, tan importante para nadie como lo fui para mi hermosa mujer sueca Kerstin.

Dejé toda mi vida en mi país para comenzar una nueva vida por otros derroteros juntas. Éramos como ya lo he dicho, almas gemelas. Nos encantaba tomar fotografías de la naturaleza y nuestras perras. Ella era mi todo, mi mejor amiga, mi amante, a veces mi madre, mi cable a tierra. Mi profesora de inglés y de sueco. Mi diccionario viviente como yo acostumbraba a decirle, era una enciclopedia por toda la sabiduría y conocimientos que guardaba. Ella fue la razón de estar acá en Estocolmo y fue mi alegría diaria en Estocolmo.

Ahora vivo sola con Iris, su vieja perra poodle y Vera, una pastor Briard de cinco años. Mi amada Kitty dejó esta vida la fría noche del sábado 18 de enero pasadas las once de la noche, en el Hospital Nacka Sjukhus. Yo lo presentía, estuvo agonizando y padeciendo de dolor, sin jamás perder su compostura, durante casi dos días previos. Sufrió demasiado dolor físico. Y no quería morir, no deseaba dejarme sola por nada en el mundo. Pero un tumor maligno, al inicio inocente, fue creciendo y se alojó en su vejiga, impidiéndole caminar y obligándola a estar postrada de espalda hasta el final. Ese tumor canceroso y traidor se esparció a todo su sistema óseo y a su sistema inmunológico.

Su partida fue y sigue siendo un dolor infinito. Todavía ahora, mientras escribo estas líneas lloro su partida repentina. A ella no le gustaba verme llorar ni a ella le gustaba llorar. Ella trataba de nunca llorar. Yo, en cambio lloraba sola cuando llegaba a nuestro hogar después de estar a su lado todo el día en su sala de hospital y sentirme impotente por no poder hacer nada más que amarla con todo el amor que pude darle y acompañarla, mientras lentamente su vida se apagaba. Llorar vale la pena, es un desahogo humano. Sin llorar no se es persona.

El cáncer, una enfermedad espantosa, maldita que nadie merece padecer. Te odio cáncer. Te llevaste el amor de mi vida. El ser más importante junto con mi madre.

No sé cómo he sobrevivido un año sin ti, mi Kitty. Todo el departamento aún está impregnado de tu esencia. Tus libros, tus amados libros, los sacudo una y otra vez. Cambié un librero a nuestro dormitorio al lado de nuestra cama. Sé que, como dicen algunos amigos, parece un museo. Pero no me importa, aún no puedo ordenar ni deshacerme de aquellos valiosos objetos que fueron parte de su vida, de nuestras vidas. No es tarea fácil llegar y botar tarjetas, fotografías, postales, cartas, deshacerse de su ropa. No, no, ¡no! Me niego  a hacerlo. Por ahora es imposible. Porque todo es parte de ella, mi amada.

Nunca se dio por vencida a pesar del avance de su cáncer y del deterioro de su cuerpo. Su belleza se fue apagándose día tras día a causa de esta devastadora enfermedad.

Me enamoré de ella, la maravillosa persona que fue Kitty. Un ser lleno de luz y generosidad. Aún creo en mi faceta de niña que un día me llamará o tocará el timbre o aparecerá a mi lado, mientras duermo. Pero aparece la parte de adulta y racional que me dice, no, es imposible, ella está muerta.

KittyElla me enseñó a ser fuerte siempre, a nunca claudicar. Como ella siempre repetía “Never, never give up” (nunca, nunca te rindas) aludiendo a una frase de Sir Winston Churchill. Nunca darse por vencido a pesar de la fuerza de la tormenta que arrecie. A no claudicar jamás en la lucha contra el cáncer. A estar digna y lúcida hasta el final. Como lo dijeron las enfermeras, siempre fue una lady. Nunca tuvo un mal modo, a pesar de todo el inmenso dolor que le aquejaba, las inmensas molestias que le causaba esta enfermedad. Nunca una mala cara para nadie, ni para los médicos ni para las enfermeras. Nunca, jamás gritó o perdió su envidiable y bendita calma frente a esta adversidad siniestra.

El amor no tiene fronteras, muy cierto y su idioma es universal… Fue mi alma gemela a pesar de vivir casi todas nuestras vidas en distintos países. Yo en Chile y Kerstin en Suecia.

No me arrepiento de nada. Al contrario, doy gracias a la vida por haber sido amada intensamente por esta maravillosa mujer. Ella era un ser de luz, llena de belleza interna y externa y de bondad. Una mujer brillante y con una alta educación, pero a la vez simple y sencilla. Buena como el pan. No imaginan cómo la extraño, infinitamente. Daría todo por volver a sentir su suave voz, su risa loca, sus pasos y abrazarla en un abrazo eterno, interminable y besarla con esos besos tan suaves…

Fue y será el amor de mi vida. Esas personas que sólo una vez llegan a nuestra vida y la cambian para siempre.

Era demasiado perfecta, demasiado buena para este mundo.

La amo y la amaré siempre, porque la muerte se lleva la vida física de quienes amamos. Se lleva sin compasión su cuerpo y alma. Los sentimientos que afloran hacia nuestros seres amados jamás mueren.

Claudia Araneda

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12 comentarios en “¿Y cuando la muerte se lleva a tu mujer? La historia de amor de Claudia y Kerstin”

  1. A medida que avanzaba, no podia dejar de llorar, quisiera que no existieran esas malditas enfermedades, pero al menos fueron felices…
    no sé que decir….

  2. Me dejaste planchada con esta bella historia. Es muy dura, pero es maravilloso ver todo el amor que os profesásteis la una a la otra. Qué injusta es la vida.

  3. Mi solidaridad, Claudia.
    Yo perdí a Javier hace siete años. El SIDA se lo llevó.
    La tristeza se extingue con el tiempo y deja la vía libre para la serenidad de saber que está junto a mi y que nunca dejó de estarlo. Estaremos cara a cara como el primer día cuando llegue el momento de que él me reciba a donde tenga que ir.
    Abrazos

  4. Que triste… pero a la vez que hermoso el hecho de llegar a amar a esas escalas tan elevadas. En este mundo tan carente de amor verdadero, de fidelidad en todo aspecto…
    ¿sera que lo bueno dura poco? quien sabe… por mi parte creo que ambas viviendo este intensa historia cumplieron su misión en el mundo, quien sabe cuantas personas se van de esta tierra sin siquiera saber de lejos lo que es el verdadero amor…

  5. Tu historia es una prueba definitiva de que el amor es incluso más fuerte que la muerte. Éres afortunada de haber compartido tu vida con una guerrera como Kitty, que plantó cara al maldito cancer aunque tuviera las de perder. Son estas historias las que deberían leer aquellos que ven el amor entre mujeres como algo malo, seguro que entonces ellos también aprenderían a amar.
    Un abrazo muy fuerte.

  6. Te entiendo perfectamente. Hace 20 años que estoy en pareja y de solo pensarlo, me pongo a llorar.
    Nadie te quitará los recuerdos. La vida sigue, pensá en lo que te diría ella. Seguí, por vos, y por ella …
    Te deseo lo mejor.

  7. vivo el otro lado de esta historia soy yo quien lucha con diferentes putos cancer en mi cuero y me enamoro a diario de una chica bella y simple y cariñosa …..y no se si alejarme o quedarme en su vida

  8. Aunque ya no este, todo lo que has compartido con ella, quedara para siempre. Ese amor incondicional como tu bien dices solo existe una vez en la vida y mientras hay que seguir, seguir.

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