Por A.G. Novak
A pesar de que la sociedad se modernizaba en muchos aspectos, el avance de la libertad y reconocimiento de las mujeres continuaba yendo al paso de una vieja tortuga conducida por un tipo retrógrado. Hablemos claro: ser mujer escritora en el siglo XIX y principios del XX ya era un acto de rebeldía, pero ser lesbiana, escritora y encima atreverse a publicar algo con más que una insinuación era impensable y muchas tuvieron que plegarse ante las exigencias de una sociedad que pretendía aplastarlas. Pero algunas intrépidas dijeron «pues va a ser que no» y decidieron no solo amar a otras mujeres, sino escribir sobre ello.
No podré citarlas a todas, pero intentaré que la representación de esta entrega de lesbiterarias muestre, al menos, tanta diversidad como nuestras banderas.
La primera a la que deseo mencionar es Anne Lister, una terrateniente de Yorkshire, alpinista, viajera, mujer de negocios, escritora compulsiva… y lesbiana sin complejos que no le tenía miedo ni a las suegras de la rígida sociedad británica. Es conocida por los más de siete mil diarios que escribió en una mezcla de inglés y código secreto, un encriptado que se basaba en álgebra y griego antiguo donde describía sin tapujos sus aventuras amorosas y sexuales. A través de esos textos íntimos, Anne se revela como una figura adelantada a su tiempo, cuya identidad y deseo no estaban sujetos a la validación social.
Aunque mantuvo relaciones con varias mujeres, la más importante fue con Ann Walker, una mujer de buena posición social como ella. Ambas celebraron un matrimonio simbólico en 1834 donde intercambiaron votos y anillos en una iglesia. Se considera este uno de los primeros matrimonios lésbicos conocidos, aunque sin reconocimiento legal —no nos pasemos, darling—. La vida de Anne, recientemente recuperada gracias a la serie Gentleman Jack, nos recuerda que siempre hubo mujeres que amaron a otras mujeres sin pedir permiso, aunque tuvieran que ocultar su verdad entre líneas cifradas.
Seguimos en el siglo XIX, pero cruzamos el charco hasta llegar a Massachusetts, hogar de la famosa Emily Dickinson, poeta del susurro, reina del subtexto y las cartas incendiarias, que vivió casi toda su vida en su casa familiar en Amherst (todas tenemos una amiga así…). Aunque su talento está fuera de toda discusión, en vida publicó solo seis poemas, aunque dejó más de 1.800 escondidos y cientos de cartas cargadas de pasión, muchas de ellas dirigidas a la misma mujer: Susan Gilbert, amiga de la infancia, confidente y amante.
La relación entre Emily y Susan es materia de análisis, más aún tras leer las cartas donde Emily la llama «mi amada», «mi estrella» y otras lindezas que no creo que le hubieran hecho muy feliz a su hermano, a la sazón esposo de Susan. La mayoría de estudios sobre Dickinson afirman que los más de 300 poemas de amor de la autora fueron escritos solo para Susan. Un amor profundo escondido entre legajos de papel y paredes de madera que, si hablasen, contarían una historia de deseo contenido, de resistencia poética y de vínculos que desbordaban los límites impuestos.
Cambiamos de género literario para conocer a una escritora, ensayista, crítica de arte y autora gótica a la que le encantaba escribir sobre fantasmas: Vernon Lee. Nacida como Violet Paget en 1856, esta francesa viajera escribió con un pseudónimo masculino para que la tomaran más en serio (vaya, ¡qué raro!). Sus cartas están llenas de declaraciones de amor, nostalgia y pasión por las mujeres con las que se relacionó, lo que nos deja claro que su vida emocional giraba en torno a relaciones románticas femeninas, aunque siempre envueltas en velos literarios y filosóficos. Era una mujer de conversación brillante y de cultura e inteligencia superior que poseía una energía que atrapaba a muchos de los que la conocían.
Entre quienes cayeron bajo su hechizo está Amy Levy, poeta británica que se enamoró de Vernon Lee y le dedicó el poema To Vernon Lee, obviando que la aludida mantenía una relación estable con la también escritora británica Mary Agnes Robinson, una relación que duró una década. Amy Levy formó parte de círculos intelectuales progresistas y estuvo influida por el liberalismo judío, el feminismo temprano y el movimiento estético.
Levy tuvo que lidiar toda su vida con una depresión severa y se suicidó a los 27 años. Su sufrimiento interno ha sido interpretado por algunos como el resultado del choque entre su identidad como lesbiana y los valores restrictivos de la sociedad victoriana, que no fue tan bonita como la pintan algunas pelis, y menos para una poeta judía y queer.
Por su parte, Mary Robinson fue una figura cuya vida íntima fue notable por sus intensas y profundas relaciones con mujeres, como la que mantuvo con Vernon Lee, probablemente el eje afectivo más importante de su vida joven. Al terminar esa relación se casó con el científico Émile Duclaux y comenzó a publicar con el pseudónimo Madame Duclaux. Esto no invalida ni oculta su afectividad hacia mujeres; es probable que optase por ese matrimonio como una forma de respetabilidad social. Fue una figura clave del cambio entre la era victoriana y la modernidad, especialmente en el pensamiento feminista y el estudio de la literatura escrita por mujeres, como Emily Brontë y Mary Shelley, de las que fue biógrafa.
Todas estas mujeres desafiaron normas, tejieron redes de afecto a través de las palabras en una sociedad que lo único que deseaba era silenciarlas. Se amaron como pudieron y nos legaron una forma de resistencia: escribir desde el deseo, el amor, el dolor y la libertad, dejando huellas profundas que todas hemos seguido siglos después.
Por eso lee y escribe, lesbiana, nuestras voces son muy difíciles de borrar.