Empezamos este artículo por el “final”, por ese momento en que, después de besar, tocar, lamer, rozar, decides poner fin a un encuentro sexual como si fueras una estrella de Hollywood: gimiendo, arqueando la espalda, o incluso retorciendo tu cuerpo como si acabases de tener un orgasmo épico digno de un Óscar.
Pero no. No lo tuviste.
Y ahí te quedas, con la respiración entrecortada y una sonrisa amable, mientras por dentro piensas: “Bueno… ya está, ¿no?”.
Fingir orgasmos es algo que muchas mujeres hemos hecho alguna vez. Por nervios, por no querer decepcionar a la otra, por pensar que no llegaremos, o por preferir terminar antes de hacer sentir mal a quien está con nosotras. Pero aunque las razones pueden parecer pequeñas, el impacto no lo es tanto.
¿Por qué fingimos orgasmos?
Detrás del “ay, sí, sí…” hay mucho más que deseo. Fingimos porque nos cuesta comunicar lo que necesitamos, porque todavía nos pesa la idea de que el sexo “bueno” es el que acaba con un orgasmo (y rápido, si puede ser).
También porque en las relaciones entre mujeres —aunque más libres de guiones heterosexuales— seguimos cargando con la idea de “rendir bien”, de que si la otra no disfruta o no llega, algo hemos hecho mal.
Fingir puede parecer una solución puntual, pero en realidad nos desconecta del placer y de la autenticidad. Nos enseña a disimular en lugar de a pedir, a actuar en lugar de explorar.
¿Y qué pasa cuando fingimos?
A corto plazo, alivio. A largo plazo, frustración.
Cuando fingimos, le enseñamos a nuestra pareja un mapa que no lleva a ninguna parte. Si cada vez que hace “eso” nosotras respondemos con un falso clímax, creerá que ha dado en el punto exacto y probablemente lo repita… una y otra vez.
Mientras tanto, nosotras nos alejamos de lo que realmente nos gusta, de lo que sí podría hacernos disfrutar. Fingir es, en el fondo, renunciar al placer propio para sostener el ego o la comodidad ajena.
¿Podemos saber si están fingiendo con nosotras?
La verdad: a veces sí, a veces no.
El cuerpo puede mentir muy bien. Pero hay algo que no engaña: la conexión. Si notas que la respiración, los movimientos o la mirada de tu pareja no van acompasados con lo que expresa, o si todo parece más una actuación que una experiencia compartida, puede haber una pista.
Eso sí, en vez de jugar al “CSI del orgasmo”, es mejor abrir la conversación. No desde el juicio, sino desde la curiosidad y el cariño.
Abrir la cama (y la boca): hablar del placer
Hablar de placer no mata el deseo, lo enciende.
Decir “esto me gusta”, “aquí no siento tanto”, o incluso “hoy no estoy llegando pero estoy disfrutando igual” no arruina el momento: lo hace más real, más humano, más íntimo.
Las relaciones sexuales entre mujeres pueden ser espacios de libertad, pero para que lo sean del todo necesitamos autenticidad. Y eso implica no fingir, ni orgasmos ni emociones.
Fingir un orgasmo puede parecer inofensivo, pero es un pequeño sabotaje al placer propio y a la honestidad compartida.
Porque fingir placer es justo lo contrario de disfrutarlo.
Y al final, ¿qué es mejor: un buen orgasmo falso o un encuentro auténtico, aunque el clímax no llegue? La respuesta está en nosotras.

